OCTAVIO PAZ

La mujer, otro de los seres que viven aparte, también es figura enigmática. Mejor dicho, es el Enigma. A semejanza del hombre de raza o nacionalidad extraña, incita y repele. Es la imagen de la fecundidad, pero asimismo de la muerte. En casi todas las culturas las diosas de la creación son también deidades de destrucción. Cifra viviente de la extrañeza del universo y de su radical heterogeneidad, la mujer ¿esconde la muerte o la vida?, ¿en que piensa?, ¿piensa acaso?, ¿siente de veras?, ¿es igual a nosotros?
Para Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de conocimiento, sino el conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el misterio supremo.
Un tema que se toca en esta lectura es el juego de palabras como es la de chingar.
La palabra chingar, con todas estas significaciones, define gran parte de nuestra vida y califica nuestras relaciones con el resto de nuestros amigos y compatriotas. Para el mexicano la vida es un posibilidad de chingar o de ser chingado. Es decir, de humillar, castigar y ofender. O a la inversa. Esta concepción de la vida social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes y débiles. Los fuertes -los chingones sin escrúpulos, duros e inexorables- se rodean de fidelidades ardientes o interesadas. El servilismo ante los poderosos- especialmente entre la casta de de los “políticos”, esto es, de los profesionales de los negocios públicos- es una de las deplorables consecuencias de esta situación.
El verbo chingar- maligno, ágil y juguetón como un animal de presa- engendra muchas expresiones que hacen de nuestro mundo una selva: hay tigres en los negocios, águilas en las escuelas o en los presidios, leones con los amigos. El soborno se llama “morder”. Los burócratas roen sus huesos (los empleos públicos). Y en mundo de chingones, de relaciones duras, presididas por la violencia y el recelo, en el que nadie se abre ni se raja y todos quieren chingar, las ideas y el trabajo cuentan poco. Lo único que vale es la hombría, el valor personal, capaz de imponerse.
La voz tiene además otro significado, más restringido. Cuando decimos “vete ala chingada”, enviamos a nuestro interlocutor a un espacio lejano, vago e indeterminado. Al país de las cosas rotas, gastadas. País gris, que no está en ninguna parte, inmenso y vacío. Y no sólo por simple asociación fonética lo comparamos a la China, que es también inmensa y remota. La chingada, a fuerza de uso, de significaciones contrarias y del roce de labios coléricos o entusiasmados, acaba por gastarse, agotar sus contenidos y desaparecer. Es una palabra hueca. No quiere decir nada. Es la nada.
La chingada es la madre abierta, violada o burlada por la fuerza. El hijo de la chingada es el engendro de la violación, del rapto o de la burla. Si se compara esta expresión con la española, hijo de puta, se advierte inmediatamente la diferencia. Para el español la deshonra consiste en ser hijo de una mujer que voluntariamente se entregas, una prostituta; para el mexicano, en ser fruto de una violación.
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